Columna del Obispo

Remando mar adentro

Queridos hermanos y hermanas en Cristo:

El papel de la religión en la sociedad y la separación entre Iglesia y estado son muy controversiales hoy en día. Quizás el tema del suicidio asistido nos podría ayudar a clarificar nuestro criterio sobre éste y otros temas importantes.

Las preguntas relacionadas con la vida, con el valor de la vida humana, tienen resonancias morales y antropológicas. El aspecto moral brota de los principios éticos de la persona y de su religión. Además, la naturaleza misma del hombre nos dice mucho sobre el valor de la vida humana. Quitar la vida o lesionar a una persona son actos universalmente considerados como muy graves que requieren un profundo discernimiento por parte de los seres humanos.

El ejemplo del suicidio asistido nos puede ayudar a entender las razones de la Iglesia para proponer sus propios valores morales y tratar de convencer a otros de su valor intrínseco. San Juan Pablo II dijo: “La Iglesia se dirige al hombre en pleno respeto a su libertad; propone, no impone nada”. Ése es exactamente el papel de la Iglesia en la sociedad. Proponemos a los demás lo que creemos, no sólo por la fe, sino también por la razón. La fe y la razón deben ser los principios que nos guíen y nos permitan tomar decisiones acertadas sobre temas como la vida y el bienestar de la sociedad.

El tema del suicidio asistido nos permite analizar objetivamente lo que propone la Iglesia y lo que también proponen muchos otros en relación con este complejo tema. En años recientes, hemos visto una tendencia a permitir que los médicos ayuden a las personas a suicidarse. Muchos tratan de establecer una distinción entre esto y la eutanasia, pues la persona que muere interviene en la elección. Sin embargo, la elección nunca es absoluta ni es siempre fácil de tomar, sobre todo si la persona está agonizando y sufriendo. Su capacidad de tomar decisiones disminuye grandemente, sobre todo si la persona está inconsciente.

Hay otros que, por “misericordia”, desearían terminar la vida de las personas que están en estado vegetativo. Incluso antes del cristianismo, el juramento hipocrático que toman los médicos (aunque hoy en día muchas escuelas de medicina no exigen a sus graduados tomarlo) requería que éstos nunca fueran a darles sustancias venenosas mortales a sus pacientes para acabar con sus vidas ni hacerles daño.
Un principio fundamental de nuestra fe católica que se relaciona con el suicidio asistido es que nuestra vida es un regalo de Dios. Nosotros no nos creamos, sino que recibimos la vida de Dios, que nos ama y nos invita a compartir la vida con Él en el cielo para toda la eternidad. Siendo Dios el autor de la vida, sólo Dios, y no nosotros, puede determinar cuándo nuestra vida en la tierra llegará a su fin.

Otro tema esencial para la moral pública es el de la elección. En el tema del aborto, y en muchos otros, se propone que la elección y la libertad individual son conceptos absolutos. Sin embargo, desde nuestro concepto católico de libertad, reconocemos que ésta implica una responsabilidad con los demás. El Catecismo Católico lo expresa de esta manera:

“La libertad se ejercita en las relaciones entre los seres humanos. Toda persona humana, creada a imagen de Dios, tiene el derecho natural de ser reconocida como un ser libre y responsable. Todo hombre debe prestar a cada cual el respeto al que éste tiene derecho. El derecho al ejercicio de la libertad es una exigencia inseparable de la dignidad de la persona humana, especialmente en materia moral y religiosa. Este derecho debe ser reconocido y protegido civilmente dentro de los límites del bien común y del orden público” (No. 1738). Como vemos, el bien común es otro principio fundamental en la visión católica sobre la moral y sobre la toma de decisiones responsables.

Volviendo al tema del suicidio asistido, hay otros afectados en la familia cuando una persona decide poner fin a su vida, incluso si esa persona está experimentando una gran depresión o lo que algunos consideran un dolor extraordinario. Por suerte, en el mundo actual existen medicamentos para tratar ambos problemas y ayudar a las personas a vivir su vida normal. Los cuidados paliativos y de hospicio para aquellos que se encuentren en la fase terminal de una enfermedad pueden servir de ayuda tanto a los pacientes como a sus familiares para enfrentar la muerte, aun cuando parece inevitable.

Desafortunadamente, en nuestra sociedad actual hay muchos que no tienen concepto de las responsabilidades que cada persona tiene con la sociedad y viceversa. La seguridad pública requiere que si una persona trata de suicidarse, por ejemplo, saltando desde el Puente de Brooklyn, se hagan todos los esfuerzos posibles para disuadirla y rescatar a la persona si es posible. ¿Por qué? ¿Por qué no debemos dejar que la persona se quite la vida si así lo ha decidido? En ese caso, vemos y presumimos que la persona no debe estar actuando libremente sino que se halla bajo una gran presión. De la misma manera, eso es lo que ocurre cuando una persona solicita ayuda para quitarse la vida, sobre todo si se halla en la fase terminal de una enfermedad.
¿Por qué la sociedad no debería dejar que esa persona ejerza su libertad personal y tome una decisión que tiene consecuencias sociales? A largo plazo, la legalización del suicidio asistido podría hacer que las personas se sintieran forzadas, sobre todo si son pobres o no tienen seguro médico, a quitarse la vida prematuramente. Recientemente el programa Medicare ha autorizado pagos para ofrecer consejería en situaciones en que las personas se hallan al borde de la muerte. Pero, ¿podemos confiar en que los profesionales de la medicina entienden la dignidad humana cuando no hay dinero para pagar los servicios?

Muchos grupos como la ya desaparecida Hemlock Society y la Final Exit Network, aún en existencia, intentan proponer argumentos convincentes sobre por qué debemos apoyar la libertad de elección con relación al suicidio. Sus argumentos se centran en el tema de la libertad personal y nunca explican las consecuencias que tiene para la familia y la sociedad el hecho de que alguien ejerza ese derecho de elección extrema. Es comprensible que en el mundo actual, cuando muchos han perdido la fe en la vida después de la muerte, se desee eliminar todo sufrimiento en este mundo, pues no se espera nada después.
Sin embargo, nosotros, como católicos, hallamos en la pasión y muerte de Jesús la posibilidad de encontrarle sentido incluso a nuestro propio sufrimiento. La Resurrección de Jesús y su promesa de vida eterna para los que crean en Él nos ofrecen la esperanza que nos permite enfrentar la muerte, incluso una muerte solitaria y difícil, con valor y paz.

En lugar de arrogarnos el derecho de terminar nuestra vida, tenemos fe y confiamos en que podemos entregarnos a la misericordia de Dios y a su amorosa voluntad siguiendo el plan que Él tiene para nosotros. Dediquemos un momento a pensar en aquellos que hoy se enfrentan a la muerte. Debemos prometer —con voluntad política y con nuestra oración— proteger a aquellos que sintieran el deseo de morir antes del fin verdadero de su vida.

Cuando enfrentamos la muerte estamos de veras remando mar adentro, en aguas desconocidas. Gracias a nuestra fe, tenemos la promesa de Cristo mismo, que resucitó de entre los muertos, de que la vida eterna es la victoria que Él conquistó para nosotros. Sigamos orando por nuestros difuntos así como los que en vida sufren enfermedades y se sienten tentados a poner fin a sus vidas antes de que haya llegado su hora de partir.